Una fantasía puede llegar a ser más poderosa y resistente que un ejército, pero la realidad resulta tan contundente como un huracán. Siempre había jugado con la idea de vivir una noche apasionada con una mujer madura, una especie de sueño que arrastraba desde la adolescencia y que consistía en dejarme llevar por unas curvas generosas y una mirada intelectual. Ese tipo de mujer, real o no, me provocó más de una erección en aquellos años cargados de hormonas y desprovistos de experiencia. En ocasiones lo soñado llega justo cuando hemos acumulado el saber necesario y cuando el deseo ha madurado más allá de los impulsos de la pubertad.
La doctora G comenzó a trabajar en mi departamento como parte de un programa de intercambio universitario. Es una mujer que en su rostro dulce y su mirada tierna deja ver una firmeza que resulta cuando menos cautivadora. Quedamos todas las tardes en el laboratorio para repasar las notas del proyecto, y mientras ella lee sus conclusiones yo desciendo de sus ojos a la carnosidad de su boca y de ahí a la línea en el centro de su escote, que deja asomar dos fuentes perfectas de redondez y tersura. Sigo viajando por su anatomía, a través de sus caderas que invitan a asirse, hacia unas piernas perfectamente torneadas.
Si su mera presencia convierte los comentarios académicos en palabras insignificantes y superfluas, hoy que su fina blusa insinúa unos pezones erectos por el efecto del aire acondicionado la investigación ha dejado de tener sentido para mí. Tras el repaso habitual de sus comentarios sonríe. Tardo en reaccionar porque mis ojos están centrados en esos dos círculos prominentes que parecen tener vida propia y me llaman por mi nombre.
La doctora G me acaricia la mano, tal vez para despertarme de mi auto hipnosis, pero su caricia se detiene unos segundos más, subiendo por mi antebrazo con un toque inconfundible. Al mirarle a los ojos detecto que ya no estamos en el laboratorio analizando una tesis, sino que vamos cogidos de la mano hacia un remolino inevitable de deseo. Cierro con llave la puerta del laboratorio y me lanzo sobre ella.
Nos desnudamos desesperadamente y nos devoramos con besos húmedos, salvajes, mientras nuestros pies descalzos pisotean una alfombra de papeles llenos de conclusiones científicas. Resulta ser una fiera que se inflama al primer roce y arde incesantemente antes y después de la explosión del orgasmo. Recorro con mi lengua los ansiados tesoros de su anatomía, ahora desnudos y palpitantes. Me pide que lo haga suave y tiernamente, hasta que sus jugos comienzan a fluir como un río hacia su orificio anal y aprovecho para lubricarlo con sus propios flujos, primero con la punta del dedo hasta que ella misma decide que avance hasta el fondo de ese otro canal caliente y apretado de su cuerpo mientras se agita como una posesa.
Juego acariciándole el clítoris, pero no nos detenemos en ese preámbulo, porque desea que la llene. El slow-sex con ella es magnífico, se deja penetrar a fondo y gime dulcemente. Disfruto escalando con mi lengua las dos cumbres de sus pechos hasta ver que se convierten en dos puntas agudas y excitadas.
Está a punto de pedirme que la posea por detrás. A medida que sus orificios se dilatan, las piernas le comienzan a temblar y ella misma no resiste la tentación de masturbarse. Nos turnamos jugando uno encima del otro. Le gusta y estalla en un orgasmo.
En ese momento alguien golpea con fuerza la puerta y reconozco la voz de mi madre.
― ¡Gabriel! ¡Levántate de una vez que llegas tarde!
Me limpio presuroso con una camiseta y me visto procurando ocultar mi erección entre las piernas. Me esperan el desayuno y cinco aburridas horas de clase, con profesoras que no se parecen en nada a la mujer que acaba de encender mi deseo. Me esperan varios años de estudios, la graduación, un trabajo, los postgrados y no sé si en todo ese tiempo tendré la suerte de analizar mi tesis con la doctora G.