Era el chico perfecto, Borja, mi compañero de trabajo. Su cara, tan masculina, poseía unos seductores ojos verdes que contrastaban con su magnífico moreno. Yo no podía evitar las miradas furtivas que se escapaban hacia él (y en su escultural cuerpo) entre proyecto y proyecto. Así, llevaba durante algún tiempo, el mismo tiempo que llevaba soñando con un mundo de sábanas y jadeos entre sus marcados y fuertes brazos. Soñaba con dejarme llevar, pero no creía que mis calientes deseos coincidiesen con los de Carlos.Habíamos quedado para celebrar un éxito empresarial con todos los del trabajo, pero como siempre, nos quedamos solos. Acabamos en una discoteca, empujados él uno contra el otro por la gente. Me encantaban esos ataques furtivos de su cuerpo. Notaba su aliento en mi cuello y de repente, el ajetreo se convirtió en un beso que despertó toda mi pasión, tanto tiempo reprimida. Nuestros cuerpos comenzaron a hablar un baile privado. Reflejos de impulsos, notaba como él movía su mano buscando sentirla. Lenta, pero ardientemente, me besó, mientras su mano, buscando palpar mi culo, se deslizaba en mi espalda, provocando que un agradable escalofrío despertara mis sentidos.
Con una mirada, supe que necesitábamos un momento de intimidad. Con gran esfuerzo, Carlos consiguió apartarse de mí, de mis labios que tanto lo deseaban, de mi cuerpo y, entonces, nos dirigimos hacia su casa, pero habíamos despertado una vorágine de calor físico imparable, así que cuando vimos la ruta hacia la playa, no lo dudamos un instante. Sentía un calor imparable, necesitaba besarle ahí mismo. Nos besamos de nuevo esta vez con más fuerza: nuestros cuerpos desesperados querían fundirse. La ropa fue cayendo, mientras las manos dibujaban unos cuerpos desnudos, como queriendo reconocerse sin necesidad de miradas.
Se me ocurrió una idea muy, muy picarona. Con la voz más seductora que pude reunir, le sugerí entrar en el agua. Él no opuso resistencia, preso de un encantamiento que le privaba de su voluntad. Mientras nos adentrábanmos en las permisivas aguas del mar, fuera del alcance de la gravedad, mis piernas y mis brazos rodearon el cuerpo de Carlos, perfectamente esculpido. Él, tras recorrer con sus manos mi cuerpo, deteniéndose unos instantes en mis pezones, pequeños trozos de cielo colocados estratégicamente en unos pechos turgentes que ahora se le ofrecían como la fruta prohibida, se vio paralizado por la fuerza de la pasión que sentía entre las piernas. Loco por esta sensación, buscó atraerme más hacia él, aferrándose con cuidado, pero con fuerza, a mi trasero. Posada en sus caderas, noté como el sexo de mi amante me poseía en una cadencia de extasiante placer.
El mar testigo de ese acto nos ofreció una nueva modalidad, cuando me estiré, dejándome llevar por las corrientes, de manera que él podía apreciar, gracias al reflejo de la luna llena en el agua oscura, mi cuerpo en toda su plenitud y comprobar como la penetraba al ritmo que él quería, dándole todo el placer. Así, comenzamos un baile acuático de pasión desenfrenada en el que nuestros cuerpos finalmente fueron uno a voz de felicidad en grito hasta que llegaron al clímax de su felicidad.